Cuando dos gigantes chocan, el mundo tiembla. Pero cuando uno de ellos decide que su adversario es terrorista, que debe recuperar lo que —a su juicio— le fue arrebatado y despliega buques de guerra alrededor del Caribe, la geopolítica entra en una zona de riesgo donde la fuerza pretende sustituir a la razón.
En el cierre de 2025, la relación entre Estados Unidos y Venezuela ha alcanzado un punto de tensión que obligará a historiadores y diplomáticos a preguntarse si las lecciones del pasado fueron alguna vez aprendidas.
Desde Washington, el presidente Donald Trump ha lanzado una ofensiva de gran calado: designar al gobierno de Nicolás Maduro como “organización terrorista extranjera”, ordenar un bloqueo total a los petroleros sancionados que entran y salen de aguas venezolanas y exigir la devolución de “petróleo, tierras y activos” que, según su narrativa, fueron confiscados de manera ilegítima.
La argumentación oficial se presenta con tono categórico: cortar las fuentes de financiamiento del crimen organizado, frenar redes de narcotráfico y proteger la seguridad nacional estadounidense.
El bloqueo a los petroleros sancionados funciona como una señal política inequívoca. Washington ha optado por asfixiar la principal arteria económica de Venezuela. El petróleo constituye la base material del Estado venezolano y su restricción tiene efectos que rebasan las fronteras nacionales. Afecta alianzas regionales, altera flujos energéticos y envía un mensaje a otros países productores que observan con inquietud la capacidad de Estados Unidos para imponer sanciones con alcance extraterritorial.
Desde Caracas, la respuesta ha sido igualmente enfática. Nicolás Maduro ha llevado su queja a la Organización de las Naciones Unidas, instancia que durante años descalificó por considerarla instrumento de los intereses occidentales. Hoy, esa misma tribuna es invocada como garante del derecho internacional, de la soberanía de los Estados y del principio de no intervención. El discurso oficial venezolano describe el bloqueo como un acto de agresión económica que amenaza la estabilidad regional.
En el centro del conflicto se encuentran intereses estratégicos y cálculos políticos. Para Trump, la presión sobre Venezuela se inserta en una lógica de demostración de fuerza y de cohesión interna en un contexto de polarización doméstica. Para Maduro, la confrontación externa fortalece un relato de resistencia que permite cerrar filas frente a una sociedad profundamente fracturada y cansada de una crisis prolongada.
Las consecuencias potenciales son múltiples. Existe el riesgo de una escalada militar provocada por incidentes en aguas internacionales o por errores de cálculo en una zona altamente militarizada. También se observan impactos directos en los mercados energéticos, con alzas en el precio del crudo y nerviosismo entre los actores del sector. A ello se suma la dimensión jurídica, donde Venezuela busca internacionalizar el conflicto y Estados Unidos reafirma su capacidad de acción unilateral.
En medio de esta disputa quedan los ciudadanos venezolanos, atrapados entre sanciones, discursos patrióticos y una crisis humanitaria persistente. El endurecimiento del cerco económico amenaza con profundizar la escasez, acelerar la migración y aumentar la tensión social.
La historia demuestra que cuando el poder se ejerce como imposición y la soberanía se reduce a consigna, el orden internacional se debilita. Las confrontaciones de este tipo rara vez producen vencedores claros. Dejan, en cambio, heridas duraderas y un precedente peligroso para un mundo que parece habituarse a la normalización del conflicto como instrumento de política exterior.
Tiempo al tiempo.