En política hay imágenes que pesan más que los discursos. Este verano, las postales de los dirigentes de la llamada Cuarta Transformación paseando por Lisboa, Madrid, Tokio o Cancún no son simples recuerdos de viaje: son síntesis perfectas de un cambio silencioso que ya está en curso.
Mario Delgado, jefe de la educación pública, en una terraza lisboeta con vista al Tajo. Ricardo Monreal, legislador de todos los sexenios, en el lobby del Rosewood Villa Magna. Andrés Manuel López Beltrán, hijo del expresidente y actual secretario de Organización de Morena, instalado en el Okura Hotel de Tokio, donde una noche cuesta más que un mes de salario mínimo.
Otros familiares y allegados, desperdigados entre playas y resorts. Ninguno acusado formalmente de desviar recursos. Todos con la misma coartada: “lo pagamos con nuestro dinero”.
Ese “nuestro dinero” es el núcleo de la incongruencia. El problema no es de facturas, es de símbolos. En el sexenio pasado, con López Obrador en Palacio Nacional, la sola idea de aparecer en una foto con un trago caro o un hotel de lujo provocaba sudor frío. La austeridad presidencial, por convicción o por disciplina, operaba como un muro de contención. Su sola presencia incomodaba, cuando no aterraba, a quienes tentaban la ostentación. Hoy, sin ese dique, los suyos parecen dispuestos a recuperar el tiempo perdido.
La política, que en su discurso fundacional era un medio para servir, se ha vuelto un método exprés de ascenso social. Quien ayer vivía como profesionista de clase media, hoy luce como turista frecuente de capitales europeas y destinos exóticos. Lo que para millones de mexicanos es una aspiración remota, para ellos es apenas un interludio entre dos reuniones de partido.
Pero ya no se trata solo de una disonancia estética: hay abusos de exhibicionismo. No es la prensa la que caza estas imágenes; son ellos mismos quienes las publican en redes, como si ignoraran —o despreciaran— el impacto político de verlos brindar en terrazas de lujo o posar en boutiques de marcas que en campaña denunciaban como símbolos de desigualdad. Esa arrogancia, ese desdén por la percepción pública, son un síntoma de prepotencia: se creen blindados, inmunes al juicio ciudadano.
Peor aún: cuando Monreal y Andy López Beltrán caminaban en España y Japón, en México se celebraba un Consejo General de Morena. No había emergencia diplomática ni obligación de Estado que justificara la ausencia: simplemente, prefirieron estar en otra parte. Esa elección, más que una anécdota, es una declaración de prioridades.
La abundancia, por sí misma, no es un delito. Lo es la incoherencia cuando se ostenta en nombre de un proyecto que prometió no repetir los excesos del pasado. La justa medianía, convertida por la 4T en símbolo moral, no era sólo un ajuste contable, sino un mandato político: vivir como la gente a la que se representa.
Esa línea se ha roto, y lo más revelador es que ya no son los “conservadores” quienes exhiben esas rupturas. El espionaje no viene de la oposición: es fuego amigo. Son los propios cuadros internos quienes filtran imágenes y detalles, midiendo hasta qué punto conviene erosionar a los suyos para cobrar facturas políticas. La 4T, que presumía invulnerabilidad frente al espionaje externo, se espía a sí misma.
En paralelo, otra pregunta empieza a incomodar: ¿en qué trabajan los hijos del presidente? No hay claridad sobre sus ingresos, pero hay certeza sobre sus gastos. Y esa opacidad erosiona la autoridad moral que fue la principal fortaleza de este movimiento.
La arrogancia no es nueva en la política mexicana, pero en el caso de la 4T tiene un agravante: muchos de sus protagonistas llegaron como adalides de la humildad y portavoces de un cambio histórico. Hoy, algunos de ellos comparten la misma soberbia que atribuyeron a sus adversarios.
Ese aire de impunidad recuerda otros excesos y otras amistades peligrosas, como la relación política y personal entre Adán Augusto López y su exsecretario de Seguridad Pública en Tabasco, Hernán Bermúdez Requena, a quien las autoridades vincularon con la célula criminal “La Barredora”. Aquel vínculo, defendido y justificado hasta el último momento, muestra cómo la cercanía con el poder suele blindar, más que depurar.
Claudia Sheinbaum, con prudencia calculada, ha dicho que cada quien será reconocido por su comportamiento. Ese reconocimiento ya está en curso: lo otorgan las redes, lo amplifican los medios, lo murmura la base militante. El juicio no es por corrupción comprobada, sino por la traición a una ética que, para muchos, justificaba el proyecto entero.
¿Merecen la abundancia? Si la hubieran ganado fuera de la política, tal vez. Si la ejercieran con discreción, quizá. Pero cuando el poder es el trampolín, y el lujo se vuelve mensaje, no hay justificación posible. La abundancia se vuelve obscenidad, y el mérito, simple oportunismo.
La política, decía un viejo manual de civismo, es la administración de lo público con sentido de servicio. Hoy, para algunos, es la administración de la propia carrera con sentido de urgencia: subir rápido, disfrutar más rápido todavía.
Y en ese vértigo, el discurso se vuelve souvenir, el compromiso se archiva, y la justa medianía queda reducida a un eslogan de campaña. Porque, al final, no es que hayan traicionado la austeridad: es que han demostrado que para algunos, la Cuarta Transformación fue solo un boleto de primera clase… de ida.
Tiempo al tiempo.