En México, las reformas que prometen “ahorro” y “participación” suelen venir envueltas en buenas intenciones y malas cuentas. La propuesta de empatar la consulta de revocación de mandato con las elecciones intermedias se vende como una idea racional: una jornada unificada, menos costos, más votantes.
En la práctica, sin embargo, puede convertirse en la institucionalización de una herramienta de poder: una revocación que deja de ser un órgano ciudadano y se transforma en un espejo donde el partido en el gobierno mide y disciplina lealtades.
Recordemos la lección primaria: la primera revocación de mandato, celebrada en 2022, quedó marcada por la baja participación (entre 17.0 y 18.2% según el conteo rápido del Instituto Nacional Electoral) y por la lectura política que se le dio —un ejercicio más de legitimación que de verdadero control ciudadano.
Ese antecedente es útil: por un lado demuestra que, aislada, la revocación carece de músculo electoral; por otro, advierte que cuando la maquinaria estatal se involucra el ejercicio deja de ser neutral.
Ahora hay un debate legislativo y político sobre mover la consulta al mismo día que las intermedias (o incluso aplazar su fecha), y no es trivial: los liderazgos en la Cámara, voces de Movimiento Regeneración Nacional y voces críticas han discutido prisa, “albazo” y la conveniencia técnica de empatar fechas.
El hecho de que se cuestione la rapidez del dictamen muestra que la pieza no es solo técnica, sino estratégica.
¿Qué gana el gobierno con empatar la consulta? Ahorro de logística y posibilidad real de mayor participación, porque cuando hay cargos en disputa la gente sale a votar. Pero ese “beneficio” trae costos políticos: la presidencia aparecería —aunque indirectamente— en la boleta; la consulta dejaría de ser solo evaluación ciudadana para convertirse en un plebiscito sobre el proyecto de gobierno.
En un país donde los gobernadores y las estructuras locales definen movilización y abstención, la revocación empalmada puede transformarse en un mecanismo para premiar o sancionar mandatarios según su lealtad. En la práctica, la espada de Damocles quedaría colgando de la relación entre Palacio y los poderes territoriales.
El diagnóstico público no es uniforme. Hay indicadores que muestran que la popularidad de la presidenta ha tenido estabilidad relativa en ciertos meses, aunque distintas mediciones señalan descensos paulatinos en la aprobación del gobierno y fluctuaciones en la intención de voto nacional.
Esa tensión —figura presidencial resistente vs. desgaste de la marca partidista— complica cualquier cálculo: una presidenta bien evaluada podría arrastrar candidaturas; una marca en declive podría convertir la consulta en un boomerang para el partido en el poder.
Un punto crítico es la delgada línea legal entre “informar” y “hacer campaña”. La ley limita la promoción por parte de servidores públicos, pero en ejercicios pasados la frontera se volvió borrosa: actividades de gobierno, comunicación institucional y programas sociales se leen fácil y peligrosamente como mensajes con efecto movilizador.
Si la revocación coincide con comicios intermedios, ese ecosistema informativo se vuelve aún más complejo y difícil de regular, con riesgo real de ventaja asimétrica.
Finalmente, el diseño institucional importa: tribunales electorales, órganos de fiscalización y el INE son piezas que definen confianza en el proceso. Las críticas públicas por decisiones de tribunales y la percepción de captura institucional aumentan la sensación de que el sistema puede ser moldeado por mayorías parlamentarias o coaliciones partidistas. Si la revocación se articula en un entorno de instituciones debilitadas o de control partidista, su función de control ciudadano queda severamente comprometida.
La pregunta que queda flotando es sencilla y amarga: ¿queremos una revocación que realmente empodere a la ciudadanía o una revocación que el poder use para validarse? Empatar la consulta con elecciones intermedias ofrece ventajas logísticas y electorales, pero también abre la puerta a una revocación convertida en herramienta de disciplinamiento territorial y en ceremonia de legitimación controlada.
No es el mismo diseño un instrumento que se celebra en una jornada neutral que uno que se inserta en la contienda política del país. La diferencia, al fin, es entre control y contrapeso.
La espada de Damocles no desaparece si cambiamos la fecha: solo cambia de mano. Y si esa mano sigue dentro del círculo del poder y de sus estructuras territoriales, la revocación dejará de ser un freno ciudadano para volverse un mecanismo más de la política de gobierno.
Tiempo al tiempo.